Abrazos
Excepcional testimonio de los padres del Comandante de la Revolución, Juan Almeida Bosque, recogido en este libro de la autoría de los periodistas Luis Báez y Pedro de la Hoz que será presentado en esta edición de la Feria Internacional del Libro
En noviembre de 1981, Luis Báez entrevistó en La Habana a los padres del Comandante de la Revolución Juan Almeida Bosque, que este miércoles cumpliría 89 años. De esas jornadas quedaron grabadas unas ocho horas, que recorren sus orígenes, sus vicisitudes y, obviamente, pasajes biográficos del inolvidable combatiente revolucionario. Luis guardó la entrevista, junto a otras que también por azares de la vida fue dejando inconclusas. En el 2009, al releer la transcripción de la totalidad de la conversación, se dio cuenta de que Rosario Bosque (Charo) y Juan Almeida Pérez (Juanito) habían llevado una vida tan interesante que por sí mismos podrían ser protagonistas de un testimonio útil para las nuevas generaciones. Pedro de la Hoz, escritor y periodista con quien Luis trabajó en los últimos años en diversos proyectos, compartió con este la idea de recrear testimonialmente aquellas conversaciones. Armaron entonces un texto a dos voces que en esta Feria Internacional del Libro de La Habana 2016 llega a los lectores por intermedio de la Casa Editora Abril, con el título Los padres de un hijo de la Patria. La presentación del libro tendrá lugar este jueves 18 de febrero a las 2.00 p.m., en la Casa del ALBA Cultural. En el fragmento que se reproduce a continuación, que narra el tránsito del final de 1958 y el comienzo de 1959, la voz la lleva Charo, la madre del Comandante.
No sé cuál fue la locura que me entró el último día de 1958; el lío es que me metí de cabeza en la cocina a preparar buñuelos. Hice una cantidad enorme de buñuelos, y Regla me decía: “Mamá, son tantos que dan para el barrio entero”. Y sí, todos los vecinos comieron. Traían fuentes y se los llevaban.
Yo no salí de la casa. Ni ese día ni los anteriores. Juanito regresaba temprano, y hasta hubo dos o tres días que no salió. La calle estaba caliente, a pesar de que algún que otro norte refrescó la temperatura.
A los policías que daban vueltas por el barrio se les veía nerviosos. Los más abusadores ya no echaban guapería como antes. Al mediodía, Juanito llegó y me dijo: “Charo, esto está que arde. Se corre por ahí que el ejército pierde en Las Villas y que Batista va a anunciar algo muy grande para aguantar hasta que le dé la presidencia al verraco ese”. ¿Cómo se llamaba el que había salido en esas elecciones en las que casi nadie votó? Rivero, ¿no? Me acuerdo de que por la televisión se le hacía una propaganda que daba risa, aunque por ahí una no podía estar diciendo que se reía, pues te buscabas una salación con los batistianos. El tipo tenía un lema: “Cuba primero, presidente Rivero Agüero”. Entonces mientras unas voces cantaban el lema, aparecía un montón de gente bajando nada menos que de las lomas para juntarse con una mujer que se vestía con los colores de la bandera cubana y llevaba la caperuza roja que está en el escudo.
El comentario era que al tipo le habían metido, sin que se diera cuenta, propaganda del 26 en la televisión, porque lo del gentío bajando de las montañas, alegre, contenta, solo quería decir una cosa: que los rebeldes estaban al doblar de la esquina.
Después del atracón de buñuelos nos acostamos. No había nada que celebrar. Sin Macho en casa no valía la pena. Cuando dieron las doce, pensé en él, en lo que estaría haciendo a esa hora, rezando para que una bala no me lo matara. Soñé que le daba un plato de comida muy grande y él no podía alcanzarlo, pues nos separaba un barranco y soplaba un viento muy fuerte que nos doblaba en dos. Se oía el viento y también una bulla insoportable, de gente que iba y venía en medio del viento y me llamaban: “Charo, Charo, despierta para que no te caigas”.
Y me desperté. Apenas acababa de hacer el café, cuando sentí unos golpes durísimos en la puerta, que como no tenía pestillo se entreabrió. En la acera, un montón de vecinos. Los que tocaron fueron unos policías del barrio. Pálidos estaban, sudando la gota gorda. Uno de ellos me abrazó: “Ay, señora Charo, felicidades, yo quería ser el primero en darle la noticia. Para que usted vea que nosotros estamos con ustedes”. Y el otro: “Sí, mire, con ustedes siempre hemos estado. Nos alegramos por su esposo y por usted y por su hijo el que anda por Oriente”.
Una de mis amigas avanzó hasta ellos y les dijo: “Basta ya, fuera de aquí”. Se fueron por donde vinieron. Entonces esa amiga, muy extrañada, me preguntó: “Chica, ¿tú no has puesto la radio?”. Eran cerca de las nueve de la mañana. “Batista se fue”. “¿Cómo?”. “¡Qué Batista espantó la mula, vieja!”. Me temblaron las piernas. “¿Estás oyendo eso, Juanito? ¿Será verdad?”. Otras vecinas entraron. Una llegó hasta el fondo de la casa y regresó: “Ya veo que todos están bien. Cuando vimos a los policías, creíamos que los iban a matar. Con esta gente desesperada es mejor asegurarse”.
La sangre se me revolvió por el cuerpo. Me parecía mentira lo que escuchaba. Pusimos la radio. Se hablaba de que Batista había dejado a unos ahí para que se hicieran cargo del gobierno, pero en otros lados hablaban de que el país estaba en huelga, que Fidel había mandado a hacer la huelga para que a ningún sinvergüenza se le ocurriera robar a los rebeldes el triunfo por el que tanto habían peleado.
Yo pensaba en Macho. Si los rebeldes habían ganado, Macho estaría muy pronto por aquí. A no ser que Fidel lo dejara en Oriente. Pero no, yo sacaba cuentas; Fidel no me iba a dejar sin ver pronto a Macho.
El primero en encontrarse con él fue Juanito, el día que Fidel entró en La Habana. Se llegó hasta la Virgen del Camino por donde pasaron los barbudos en carros, tanques, camiones, el diablo y la vela. Aprovechó que una amistad suya de antes, de los del reparto de leche, iba hasta allá a ver si encontraba, creo, a un hermano que se había alzado en la Sierra. Al regresar a casa, Juanito venía mitad contento, mitad triste. Me contó que Macho estaba bien, que ni siquiera se sentía cansado, a pesar de tantos días de trajín desde Oriente hasta La Habana. Pero que le había reprochado que fuera solo, que me dejara a mí y a sus hermanos.
Al fin lo vine a ver el 12 de enero. ¿Qué si no se me ha olvidado el día y la hora? Pongan ahí: 12 a las seis en punto de la tarde. Poco antes, Milanés, a quien ya conocíamos del viaje a la Sierra, nos avisó.
Cuando llegó él, los hombres de su seguridad no sabían qué hacer. Uno de ellos dijo: “Afuera el que no sea de la familia”. Macho le respondió: “Estate tranquilo, que toda esta es mi familia”. Yo creo que aquel soldado nunca había visto en su vida tanto moreno y mulato juntos.
¿Qué voy a contar? ¿Qué nos abrazamos y nos emocionamos? ¿Qué me iba la vida en aquellos abrazos y esos besos que nos dimos? ¿Qué lo miraba una y otra vez porque me parecía un sueño tenerlo ahí, junto a mi pecho? ¿Qué no podía seguir el hilo de sus palabras con los demás, porque en ese momento me acordaba de todos y cada uno de los sustos que pasé, temiendo lo peor, desde los días del Moncada?
Fuente. PERIÓDICO GRANMA
16 de febrero de 2016