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A propósito

LA SEMILLA DE UN GIGANTE

Por Liena María Nieves

Después de horas angustiosamente lentas para Don Ángel, que caminaba de un lado al otro y retorcía el sombrero entre sus dedos mientras su amada Lina se reponía del cansancio y el dolor gracias a las fuerzas de su inminente maternidad, se escuchó un llanto tan robusto que cruzó las paredes de madera y se derramó por cada rincón de la casona de Birán. El reloj marcaba las dos en punto de la madrugada, y a la felicidad del matrimonio Castro Ruz se sumaban los negros haitianos del batey, que descalzos entre los oscuros matorrales, corrían para buscar las hojas de yagruma y verbena con las que enjuagarían al recién nacido.

Quizás las bondades místicas de estas plantas o el sonrosado vigor con que llegó al mundo, dotaron al pequeño Fidel Alejandro, el tercer hijo de Doña Lina Ruz y Don Ángel Castro, de esa aureola especial que distingue a los seres elegidos.

El niño de ojos rasgados y hombros de pequeño titán, que recordaban la fortaleza de su ascendencia ibérica, creció sin temerle a los ladridos de los perros y a los aullidos de invisibles pájaros en las noches de su infancia. Conoció de las delicias de entrar a hurtadillas a la gran cocina y llevarse en un bolsillo un pedacito de pan de harina de castilla, y disfrutó sin maldad de la espléndida travesura de enfadar a las reses que pastaban cerca.

Una alegre cuadrilla donde se mezclaban los descarnados hijos de los haitianos, los primos que venían a visitarlos y la cada vez más amplia descendencia de los Castro Ruz, jugaba a la guerra, al safari africano y a la rayuela, sin detenerse un instante a observar que muchos no llevaban zapatos. Don Ángel y Doña Lina no educaron a sus hijos en esos detalles de ver qué se tiene y qué no, y bastaba el ejemplo del padre, que jamás requirió de súplicas y favores a cambio para ayudar a todo el que llegara a su puerta.

El niño Fidel también recibió obsequios por el día de los Reyes Magos, aunque lo ilusionaban más las revistas y viejos periódicos que leía su padre con la avidez de quien está a punto de encontrar algo muy importante. Debían ser muy buenos aquellos papeles, porque un hombre sabio como papá no perdería su tiempo en tonterías. Los hermanos no conocieron de las preocupaciones y desvelos de Don Ángel y su esposa en los tiempos de la restricción azucarera: solo tenían la tarea de ser niños y el deber sagrado de jamás violar la disciplina y buenos modales que imponía con fuerza y ternura la madre.

Y fue entonces cuando llegaron los tiempos de la escuela, y en aquella aulita rural donde se reunían infantes de varias edades Fidel ocupó el primer asiento, y devoraba en su mente las materias que se impartían para los de su edad y para los mayores. Entre libros y cuartillas le llegó su primer y secreto amor, la joven maestra Engracia, de modales tan finos y dulces que lo mantenían alelado en su sitio.

El hombre que logró no pasar inadvertido para el mundo fue un niño más,  aunque lo intentemos ver siempre en su dimensión de líder y de ser casi irreal. Y sí, fue en sus días de infancia, cuando germinó un espíritu que no se conformaba con barreras, con un no se puede o no lo sé, y rompió allí mismo con las ataduras que le imposibilitaran avanzar un paso más. Y si hoy lo aman millones de seres humanos, y encuentran en su pensamiento un camino a seguir para dignificar al hombre, no se debe a la sola madurez política, sino a que sabemos reconocer que ante todo, su obra y accionar constituyen un hermoso legado de amor. 

Fuente: Emisora CMHW

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